Desde que conocí a Luisiano supe, por sus gestos y ademanes, que era de estas personas sin ínfulas de grandeza, que en la cara se les ve como a alguien incapaz de ser interesante, pero que si se la llegaba a conocer igual podría dar preciadas lecciones.
Luisiano, era el conserje del edificio donde hace años instalé mi oficina. Fue fumando en las gradas que daba a la salida trasera del inmueble, que intercambiamos las primeras palabras. Hice un pequeño chiste de lo mal que se veía que un par de hombres de nuestra edad estuvieran ahí, frente a un estacionamiento solitario, un viernes por la noche. En seguida me dijo que le diera un minuto, sacó de su overol una libreta roja, un lapicero y se puso a escribir. Luego continuamos la pequeña charla que dio inicio una peculiar amistad.
Nuestras charlas se hicieron frecuentes y verle escribir se convirtió en una rutina que me parecía fascinante.
Cuando ya le tuve confianza le pregunté qué era lo que escribía y me contó que de todo, desde chistes hasta proyectos, desde anécdotas hasta los secretos que iba juntando en su día a día.
Apuntaba en ella sus sueños, sus metas y hasta sus miedos.
Apuntaba sus ideas y todo lo nuevo que iba aprendiendo.
Lo apuntaba todo, porque uno no sabe lo importante de una nota, hasta que llega a necesitarla, decía.
Luisiano fue el amigo apreciado del que no me acordaba que existía, hasta que lo tenía enfrente. Algo como la sombra, que solo hasta que se la contempla uno piensa en ella.
No obstante lo consideré siempre un amigo de verdad.
Fueron muchos los años que compartimos. Yo nunca me moví de aquella oficina y Luisiano, pese a tanto proyecto e idea, nunca dejó de ser el conserje del edificio.
Cuando me enteré de que había enfermado de gravedad, estuve mucho tiempo haciéndole compañía. No le iba a visitar todos los días, pero casi.
No duró mucho. Fueron tres semanas y unos días los que lucharon por arrancarle la vida a Luisiano, quien creo que no puso mucha resistencia.
En nuestra última charla, porque después quedó inconsciente, me dijo que tenía algo para mí. Sacó de entre sus sábanas su libreta roja y la puso en mis manos.
Yo quedé conmovido. Me estaba entregando su vida completa, pensé.
Cuando la hojeé me di cuenta que estaba vacía. Todas las hojas estaban en blanco excepto la primera, que decía: “No vivas la vida de Luisiano”.
Le pedí que me explicara la frase y por qué me daba una libreta en blanco. También le pregunté que qué había sido de sus libretas. Me salieron todas las preguntas en un exabrupto.
— En realidad no es una libreta en blanco, es mi libreta, me dijo, porque siempre fueron así. Por las noches, cuando llegaba a casa, revisaba lo que había anotado. Claro que me reía con algún chiste o me agradaba alguna anécdota anotada, pero cuando me tocaba evaluar mis ideas, mis proyectos, mis metas y mis sueños, siempre encontré todo como insípido. Todo era tan falto de valor o tan soñador o tan inalcanzable o tan tonto, así que todas las noches me convencía de que aquello no valía la pena y la tiraba.
»A la mañana siguiente, con la esperanza de que fuera un mejor día, tomaba una nueva libreta en blanco para llevarla conmigo y anotar todo.«
Nunca llegué a guardar una. Las tiré todas y le confieso que también iba a tirar esta, pero pensé que usted seguro podría darle un mejor uso, ahora que estoy por irme.
En su entierro estuve a punto de tirar su libreta dentro de su ataúd, pero pensé que al menos un apunte y una libreta de Luisiano tendría que trascenderle.
Han pasado poco más de tres años desde que falleció y no he podido encontrar algo de mí mismo que me parezca que valga la pena anotar en su libreta.
Esa libreta que permanece en mi escritorio, cada vez pesa más.
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