Hay historias que trascienden los tiempos, o más bien se mantienen vivas por más tiempo del que cabría esperar, porque hemos de estar de acuerdo en que un día llegarán a su fin. Cosa que no pasará cuando la narración lo merezca, sino cuando nadie decida tomar responsabilidad por cuidar aquello que vale la pena conservar.

Pero basta de ello. No es la introducción de una historia el lugar adecuado para convencer a nadie de la importancia de leer, ni para lamentar el fatídico final de toda historia que se haya escrito, ni de las que se escribirán.

Pasa que esto sucedió hace ya muchos años, sin que nadie sepa cuántos, porque esta historia comenzó a morir hace tiempo, y sí, me disculpo porque de nuevo me he distraído con un insignificante detalle.

Ocurrió en época de castillos, ejércitos y reyes. Cuando el pueblo era pobre y los gobernantes ricos, como es ahora, pero en tiempos en donde estos segundos no tenían problema en reconocerlo.

El rey Alfredo II, que en realidad se llamaba Mardoqueo, pero sabía que nadie con ese nombre puede ejercer autoridad, se encontraba en la semana de festejo de su cumpleaños.

Poderoso como correspondía, porque tuvo en suerte heredar un ejército más grande que el de muchos otros, recibía en palacio a personajes que venían de muchos lados, con presentes que, más que procurar su favor, intentaban mover a piedad al gobernante, pues de todos eran conocidas las atrocidades que estaba cometiendo contra los tardanarios, región al sur de sus dominios que había osado revelarse a su voluntad, y nadie quería una afrenta parecida.

Para el último día de festejos llegó uno que se presentó como el príncipe de una tierra sin nombre, porque, aseguró, los primeros no la nombraron y a las siguientes generaciones les pareció un despropósito hacerlo. Le llevó de regalo una pequeña caja de madera que contenía unas zapatillas que cambiaban de color de acuerdo con el humor que el rey tendría una semana después, dijo.

Alfredo, como se le conoce al rey ahora que nadie tiene memoria de su grandeza, ardió en cólera, porque pensó que aquello era una burla.

¡Tú serás condenado a la muerte y tu pueblo vivirá y morirá en la peor de las torturas! —gritó.

El príncipe sonrió y dijo:

—No he venido a ganar tu favor ni tu ira. En cuanto a mi pueblo, jamás lograrás encontrarlo y a mí no me volverás a ver.

Dicho lo cual, se desvaneció poco a poco, ante la vista de todos, sin que ninguno de los guardias que corrió a apresarlo, lograra siquiera tocarlo.

El rey, aún maravillado, se probó aquel extraño presente. Le calzaban perfecto y al instante se pusieron color azul. Sorprendido, ordenó que tomaran nota del color y así lo hizo los siguientes días, en que las zapatillas pasaron por amarillo, rojo, naranja, verde, de nuevo azul y negro.

Una semana después de la visita del príncipe, el rey se levantó con ánimo para meditar. Pasó el día analizando cosas sobre su reino, sobre el poder, la gente y ordenó que anotaran todo.

Los resto de días estuvo contento, festivo, indiferente, maravillado por la naturaleza, de nuevo con ánimo de meditar y angustiado, hasta que terminó la semana.

Por supuesto siguió usando las zapatillas y ordenando que anotaran todo, de tal que pasados uno días logró encontrar el patrón e interpretar lo que cada color significaba.

Por ejemplo, la angustia vino porque le informaron de una batalla que se había perdido contra los tardanarios. De entre las muchas cosas que no le gustaban al rey, estaba el perder una batalla, por pequeña que fuera.

Aquella herramienta terminó por convertirse en una guía. Lograba anticiparse y si sabía que una semana después estaría contento, organizaba una fiesta para hacer del evento un momento memorable. Si anticipaba su enojo o descontento, organizaba caminatas o planificaba quedarse encerrado en su alcoba, para estallar en soledad.

Su vida terminó por girar alrededor de los colores, lo que usualmente le suponía ventajas, aunque mucho no le agradaba saber que una semana después tendría un mal día.

Pasaron alrededor de ocho meses de los de entonces, porque no sabemos bien cómo medían el tiempo en ese reino —otra parte de la historia que murió—, cuando una mañana que el rey habría de pasarla con tristeza, por la predicción de una semana anterior, se puso el calzado y caminó hacia el trono, no sin notar que las zapatillas no tomaban ningún color.

Las voces de quienes siempre le veían pasar iluminado con colores y de quienes tomaban nota de ello, eran murmullos de asombro y desconcierto.

Al llegar a su trono ordenó a sus consejeros que se acercaran y dieran sus ideas. ¿Qué pasaba con las zapatillas?

Algunos dijeron que quizá era que el hechizo que los caracterizaba era finito y que su labor había concluido, pero de todos es sabido que los hechizos son eternos. Otro sugirió que quizá aquel sería un día convulso y que las zapatillas no lograban atinar qué color mostrar, pero el argumento no cuajaba, otros contradijeron diciendo que entonces las zapatillas saltarían de un color a otro. Así siguieron esgrimiendo distintas hipótesis, cada una más absurda que la anterior, hasta que el rey les mandó a callar a todos.

—Está claro… en una semana moriré —dijo.

Los consejeros intentaron negar aquella afirmación, pero por sí mismos callaban hasta que guardaron silencio, convencidos de lo razonable de la conclusión.

—Pero su majestad —dijo uno de los escribas que siempre tomaban nota —, mañana le toca estar alegre y en los siguientes días no se ve angustia, tristeza, ni dolor. A demás en seis días le toca de nuevo el azul.

>—Lógico —dijo el rey, y se retiró a su habitación.

Al día siguiente en efecto el rey estaba contento. Compartía con todos que la carga de ser rey estaba por terminarse y que aquello no era tan placentero como todos creían. Los siguientes días fueron similares. El rey se despedía de lo que hasta ahora habían sido sus obligaciones. Ya no se vestía con esos vestidos pesados, ni guardaba las formas en cada una de sus actividades, de hecho, dejó de asistir a ellas.

Un día antes, el que correspondía al azul, se pasó meditando sobre la muerte, sobre la despedida, sobre lo que significa un reinado y el despropósito de los hombres que buscan gobernar y el de los que buscan ser gobernados, que son los más.

—Aquel buen hombre no me trajo de regalo unas zapatillas, me regaló la oportunidad de saber morir —digo, y se retiró a sus aposentos, donde durmió un buen sueño.

Un par de días antes, tres espías tardanarios se habían colado en palacio, haciéndose pasar por servidumbre, pero, sobre todo, escondiéndose en habitaciones desocupadas y pasillos. A la madrugada entraron donde el rey, quien les esperaba despierto, sentado en su cama.

—Tenía curiosidad de cómo pasaría —fue todo lo que alcanzó a decir.

Condenándose a la muerte, los tres alzaron sus espadas, pero solo uno le cortó entre cuello y pecho, tras lo cual no se dieron a la fuga. Su suerte estaba echada.

De los tardanarios ya no se supo, porque la historia sigue muriendo, pero ha de suponerse que fueron condenados a la horca. Y las zapatillas no volvieron a dar color, ni siquiera para el rey que sucedió a Alfredo.

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