Nos paramos debajo del dintel de la puerta, uno junto al otro, hombro a hombro, con la vista al frente, mirando hacia la calle, hacia puertas y paredes que encerraban otras vidas. Puertas y paredes, hogares de otros muchos. Nos negábamos la mirada.
¡Qué cosa extraña es la vida! Un día estás en cama a las nueve de la noche, junto a la otra persona, viendo lo último que lanzó Netflix, después de un día cargado de cotidianeidad, ya riendo sin control del absurdo humano o sumergiéndote en el drama de la ficción. Días después, ambos nos damos cuenta de que frente a nosotros no hay más camino por recorrer, si seguimos tomados de la mano.
Los caminos son así, algunos son para recorrerlos juntos, otros se andan en solitario, aunque el dolor de cada paso se sienta como que te arrancás la vida misma.
Cuando pasa no tenés opción: invariablemente te pondrás a rememorar el tiempo compartido, mientras sentís que todo tu presente es irreal. Pensarás en las tantas veces que se intercambiaron sonrisas y las muchas otras en que las lágrimas se hicieron presentes, en especial todo aquello que nació de la espontaneidad, como cuando una sonrisa se te dibujaba solo porque te tomaste un instante, no para verla, sino para contemplarla, o como aquella lágrima que se movió con naturalidad por tu rostro, porque de pronto sentís un golpe en el costado derecho del alma, al caer en cuenta de que en el mundo no existe nadie más que ella y que eso es perfecto.
Recordás aquel pastelillo que compartieron una tarde, aunque no recordés nada de la charla, y te acordás de aquel café que te dio a probar, porque ambos ordenaron de un sabor distinto, resultado del absurdo de estos tiempos. El sabor del café debería ser a café.
También recordás todo lo que no fue. El paseo que no se dio, la caminata que no se hizo, el plan que no se concluyó, el atardecer que no vieron, el beso que no pasó, la noche de frío que no se abrazaron. Todo lo hacés una y otra vez y lo lamentás. Lamentás todo. Lamentás tanto. Lamentás el futuro, insultás al pasado y maldecís el presente.
Terminamos de hablar y estuvo todo dicho sin decir mucho. Tuve la sensación de que lo apropiado era un abrazo entre ambos, creo que ella también lo pensó, pero como yo, dudó, y aquel se convirtió en otro abrazo que no llego a ser. La dejé sentada en la cama de la habitación, escucha silenciosa de lo que tuvimos por decir. La dejé envuelta en sus propios recuerdos. La dejé con la vista perdida o quizá, quiero pensar, con la vista buscando algún camino que no hubiésemos visto hasta entonces, uno que aún existiera para los dos.
Yo me retiré al estudio a hacer lo que me pareció más indicado. Diré que de forma intencional deseché la música, porque en tus momentos bajos ella parece disfrutar con destruirte, con agudizar el castigo, con verte miserable.
Busqué todas las fotografías que tenía de ella y reviví los momentos, recordé los lugares, a las personas, los climas, los porqués. En especial me atrapaban aquellas fotos que parecían existir sin un motivo, las que estaban porque sí, por el gusto de tomar la foto, por el placer de guardar para siempre lo cotidiano. Las vi todas. Las vi pausando el tiempo, como entrando en cada una de ellas. Casi en todas sonreía.
¡No me lastimaron las fotos, no! ¡Lo hizo su sonrisa!
Esa sonrisa de la que me sabía dueño y la que de acá en más pertenecería al mundo entero, a nuevas circunstancias, a una realidad en la que yo no sería.
Dolía todo, pero más dolía que aquella sonrisa no me necesitaría más.
Pasamos la noche sin hablar, envueltos en espacios ajenos, dejando que la distancia se interpusiera entre el uno y el otro. A ese alejamiento lo vimos nacer, crecer y madurar, todo en una noche.
A la mañana siguiente intercambiamos solo unas pocas palabras. Se sentía como si las gritáramos, porque para entonces ya estábamos lejos el uno del otro.
Parados debajo del dintel de la puerta, cada uno levantó su maleta. Dimos unos pasos al frente y luego ella viró hacia la izquierda. Yo lo hice hacia la derecha.
Ahora que he avanzado un poco me convenzo más y más de haber alcanzado a ver que quiso sonreírme por última vez, pero creo que no pudo.
Entre tanto que tengo por agradecerle, le agradezco en demasía que no sonriera. En mi maleta metí un poco de ropa, apenas la necesaria, y todas sus fotografías. No es una sonrisa forzada lo último que querría llevar de ella.
Deja una respuesta