Los periodistas del Pasaje Aycinena

Siempre he tenido por buen recuerdo las vivencias con el abuelo. Un hombre recto, fiel a sus principios a la honestidad a todo aquello que merezca respeto. Con su seriedad perfeccionada por los años y su humor peculiar y relajado me hizo sentir y reír. Con su sabiduría y rectitud me enseñó que lo bueno es primero, que la ética es la clave de una vida satisfactoria y que la moral se cultiva día a día, para que al final de la vida uno no se atiborre de culpas y remordimientos. 

Todo lo que fue como persona lo fue como periodista. Lamentablemente aquello le hizo víctima de un asesino que acabó con la vida de doce que compartían profesión. Una historia popular en la ciudad por la forma en que se dio, por lo que representó y por la publicación de un libro en donde el criminal confesó lo que hizo y todo lo que lo motivó a hacerlo.

Hace dos semanas vino a visitarme a mi oficina un señor, ya mayor, de apellido Carranza, quien se identificó como el hijo de aquel asesino. Supuse que querría expresar una disculpa por lo hecho por su padre, a lo que no encontré sentido, pero insistió en que era importante y lo atendí. 

Me entregó una carta. Dijo que ya suficiente tenía con ser un Carranza, el hijo de aquel asesino, y que ese documento le atormentaba, que se lo habían hecho llegar y tras investigar cuanto pudo entre lo publicado por mi abuelo, no tenía duda de su veracidad. La depositaba en mis manos para que yo hiciera lo que quisiera con ella, porque era lo justo, pues los Carranza ya habían hecho demasiado daño a mi familia. Puso un sobre sobre mi escritorio y se marchó sin que yo pudiera argumentar nada. 

Sin perder tiempo, leí la carta. 
 
A QUIEN INTERESE
 
Un escrito puede ser, como lo es para tantos, una salida, un escape o una disculpa. Yo pretendo que este texto me libre de la culpa, al menos la que cargaré en mis últimas horas. 
Como todos saben, el caso de los asesinatos del Pasaje Aycinena gozó de gran popularidad y prensa, sobre todo al principio, cuando no nos habíamos percatado de que los ataques se dirigían de forma exclusiva contra periodistas. Recordarán que, sin falta, un cuerpo hecho añicos aparecía los primeros días de cada mes del año, tirado en aquel callejón. Para ahora, a finales de junio, van seis. 
Hace unas semanas un tal señor Carranza se presentó a mi cubículo de trabajo y dijo tener información importante sobre el caso. Yo a todo el asunto aquel lo había visto de reojo, pues, con tanta popularidad, estaba seguro, habrían periodistas de renombre tras las pistas de aquel despiadado falto de alma. 
Lo cierto es que, muy a mi pesar, me intrigó lo suficiente como para acompañarle a una cafetería a un par de cuadras del periódico para el que he trabajado por más de treinta años. 
Inició su discurso con las siguientes palabras: “No salgás corriendo, soy el asesino del Pasaje Aycinena y quiero que seás mi siguiente víctima”.
No se si fue su tono calmo o lo directo de su mensaje, pero no salí corriendo, aunque confieso que asustado sí estaba. 
De su maleta sacó un libro al que titulaba “El caso Carranza”. Me contó que aquella era una obra en la que había trabajado casi por seis años. Era el testimonio de un asesino que había decidido acabar con la vida de doce periodistas. Estás en el libro, sos la víctima número siete, fueron sus palabras. 
Verás — me dijo — , sé de tu vida, lo que has querido y lo que has luchado, lo que has trabajado y de lo poco que has logrado. Sé, tan bien como lo sabés vos, que el mundo te olvidará, más bien que ya te ha olvidado. No hay un solo trabajo tuyo que vaya a ser recordado. No recibirás un reconocimiento póstumo. Pasarás por la vida como uno más, como un número, solo eso. 
Hace ya un tiempo que te rendiste —continuó—. Decidiste que ser una buena persona estaba bien y que con eso alcanzaba. Aceptaste que, como para tantos, no ser un fracaso ya es un éxito y te refugiaste en ese pequeño cubículo tuyo, atiborrado de papeles y sin calor humano, esperando el día en que finalmente te desechen, aguardando el olvido de todos, hasta alcanzar el tuyo propio.
Sus palabras penetraban en lo más profundo de mi dolor. Yo lo pensaba igual, solo que con otras palabras. 
El libro trata de mi, un asesino que decide tomar venganza de los periodistas porque uno me descubrió un secreto importante que arruinó mi familia, mi reputación y mi vida. En él, vos y otros son descritos como periodistas incorruptibles, que van hasta el fondo de los asuntos sin importar las consecuencias. Cada uno de ustedes, gracias a su talento y lo obstinados que son, se van acercando más y más a descubrirme, hasta que están tan cerca que decido entregarme a la justicia con tal de no darle una victoria al último periodista de la lista. 
Cuando le cuestioné por su verdadero motivo para hacer todo aquello me contó que toda la vida había sido un escritor frustrado, que las editoriales habían decidido condenarle al fracaso y que con todo aquello se jugaba su última carta, su última oportunidad de hacer un libro que se popularizara. Siempre soñó con un Best Seller y estaba convencido de que aquel lo sería. Entiendo —insistió — que no acepten mi ficción, pero tendrán que publicar un testimonial tan cruento y macabro como este. 
El trato fue que yo tenía dos días para leer el libro — lo leí aquella misma noche, incapaz de cerrar los ojos para dormir — . Luego nos juntaríamos en ese mismo lugar a terminar la charla. No me amenazó, pero estaba claro que me vigilaría y que tenía los medios para reaccionar si yo corría a la policía. Además, se había esmerado en conocerme. De lo que dijo nada era mentira y mi curiosidad e intriga, me harían regresar, ambos lo sabíamos. 
El libro me describía como todo aquello que siempre quise ser y no logré. Acaso como todo aquello que creí merecer y no obtuve. Era una delicia saber que tanta gente podría enterarse de quién era yo, de cómo era y de lo mucho que contribuí a atrapar a aquel maldito que había decidido tomar la vida de otros. 
Me presenté en la cafetería unos minutos tarde, como para que pensara que dudaba. Pidió mi opinión y le dije que el libro me parecía bien escrito y que era una historia bien contada y bien justificada. 
Sonrió.
Todos los periodistas que he escogido, me dijo, son como vos, pero todos por distintas razones. Unos por una imagen social que no tomó vuelo nunca, otros por secretos morales con los que no pueden lidiar, algún otro porque el miedo le paraliza cuando ha de hacer cosas importantes. En tu caso es porque el tiempo se te venció, te sentís viejo y la edad es una carga muy fuerte cuando no existe una buena justificación para los años que pasaron. Todos a quienes he escogido trascenderán y terminarán recibiendo un reconocimiento que estoy seguro, merecen. Aparte serán mártires por lo cruel de la muerte que describo de ustedes. Sus nombres no serán olvidados.
Le pregunté sobre el proceso e insistió en que era de lo más sencillo. Tenía el método para que aquello fuera indoloro, fácil y sin ninguna clase de sufrimiento. Yo tomaría una droga que me haría dormir y en efecto, dormiría para siempre. Él se encargaría del espectáculo, de despedazar mi cuerpo, de hacer aparecer todos los rasgos de sadismo y tortura que habíamos visto en los otros cuerpos. Me iría a tirar al Pasaje Aycinena y lo demás sería quedar inmortalizado en las páginas de un gran libro. 
Desconozco los motivos de los otros seis y no se si el resto terminará por aceptar, pero a mí me quedó claro que entre eso y aguantar unos años más en los que no alcanzaría nada, tenía más por ganar siendo alguien dentro de aquellas hojas. 
Le di mi palabra de que mañana, a las seis de la tarde, me presentaría en la dirección que me dejó y nunca he faltado a mi palabra. 
Dejo esta carta en medio de un libro viejo, uno de mis favoritos, a ver si alguien la encuentra algún día y deciden hacer uso de ella. La culpa no se ha ido ahora que termino de escribirla, pero un poco de honestidad en medio de la trampa y la suciedad, siempre estará bien.

El abuelo termina de despedirse con su firma y un adiós. 

¡Cómo lloramos al abuelo cuando supimos de su muerte trágica!

Carranza fue condenado a muerte y ejecutado un año después de entregarse. El libro, como lo anticipó, fue un éxito de ventas.

Pensé en mandar la carta a la policía, pero seguro no pasaría nada. Nadie estaría dispuesto a confesar que fue presa de un engaño ejecutado sin fallas, y que se convirtieron en víctimas de la burla de una mente enferma que se salió con la suya. 

Hoy por la mañana envié la carta al periódico donde trabajó el abuelo, será una gran nota. La envié convencido de que era lo que el abuelo quería, después de todo por algo la escribió y por algo me enseñó a hacer siempre lo correcto. 

Recién regresé a casa y al entrar encontré una nota en el suelo que dice: “¿Cómo obtuvo la carta el hijo de Carranza?”.

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