Hastiado del insomnio y de la vida, que me tenía en vela cuando debería estar durmiendo, me puse de pie procurando no hacer ni el menor ruido para no despertar a nadie. Tomé un abrigo que tenía a mano, porque aunque la vida no importe el frío se sufre, y fuera estaba helado. Caminé zapatos en mano. Abrí la puerta de la entrada, salí y volví a cerrarla con llave por seguridad, porque mi desajustada vida no tendría que pasarles factura a aquellos que, cómodos, descansaban en sus habitaciones.
Vi la hora hasta que estuve en la calle. Eran casi las tres de la mañana. La noche vestía un manto negro que lo arropaba todo. La luna descansaba. Los faroles apenas alzaban la vista. Las calles habían ahuyentado todo dejo de vida.
Caminé por caminar, sin fijarme mucho hacia dónde, con el rostro bajo, contemplando solo las zancadas que daba. Creo que disfruté el rítmico sonido de las suelas de mis zapatos chocando contra el asfalto, pero hace tanto que no disfruto algo, que no puedo estar seguro.
No sé cuánto tiempo estuve caminando, pero de pronto me inundó el miedo porque me alcanzara la mañana. No quería dar explicaciones. No quería contar mis porqués, o en todo caso, no quería verme en la necesidad de tener que inventar alguno. No quería ver sus rostros de sorpresa o de fingida preocupación. Quería regresar como me fui, solo, sin testigos, sin motivos.
Fui consciente de dónde andaba y aceleré el paso sin ver el reloj. Podía verlo, pero la duda mantenía mi paso apurado.
Cuando llegué a la calle de mi casa tomé la llave y como siempre jugué un poco con ella en mi mano, hasta alcanzar la puerta. Cuando estuve de frente no la reconocí. No era mi puerta.
Retrocedí mis pasos para ubicarme. Pensé que habría confundido la calle o la casa, pero su fachada era muy particular. Nada por los alrededores se parecía a aquella vieja construcción tipo victoriano que daba la impresión de que caería en cualquier momento.
Me acerqué de nuevo.
La puerta de casa era de madera robusta, dañada sí, pero era la parte más robusta del frente de la casa. Era de un café claro, que no quedaba bien con los tonos celestes y blancos de las paredes y ventanas. La nueva puerta era de metal, un metal negro con remaches alrededor. Estaba fría, muy fría.
Me alejé de nuevo. Fui hasta la esquina. Buscaba rótulos o algo que me indicara mi equivocación. La noche seguía obscura. No cambiaba. Me alejé aún más. Todo igual. Todo familiar. Aquella era sin duda mi calle y sin duda esa era mi casa.
Regresé y me senté en la banqueta de enfrente. Decidí que lo mejor era esperar a que llegara la mañana y a que alguno saliera. Tendría que reconocer a alguien o por el contrario, darme cuenta de que estaba en un error. Vi la hora, faltaban quince para las cinco de la mañana. Amanecería en media hora y las calles volverían a tener vida, la noche se esfumaría, los faroles dormirían y los sonidos inundarían el lugar.
Aguardé.
Aguardé una eternidad.
Vi mi reloj y marcaba quince para las cinco. Lo maldije. ¡Vaya momento para arruinarse o quedarse sin batería!
Aguardé más, ahora de pie. Caminaba de un lado a otro.
Seguía la noche.
Seguía el silencio.
Seguía la ausencia de vida.
Desesperé. Estaba seguro de que habían pasado horas desde que me puse a esperar por el amanecer. No era mi reloj el que fallaba.
Corrí hasta la puerta y puse mis manos sobre ella. El frío me llegó profundo y lloré. Lloré de angustia. Lloré de desconsuelo. Lloré, quizá de rabia. Tomé la llave de mi bolsillo y la puse en la puerta y… y la llave entró sin problema.
Sentí cómo un temblor inundó mi cuerpo, comenzando por mi mano derecha, la que sostenía la llave.
Respiré profundo. Quise engañarme. Hacerme creer que mi puerta era de metal, que siempre había sido de metal, pero no, mi puerta siempre fue de madera. Recuerdo hasta el sonido que hacía cuando la somataba, mientras partía encolerizado de casa.
Saqué la llave y la introduje de nuevo. Hice eso varias veces. No recuerdo cuántas.
En una de esas oportunidades me armé de valor y muy despacio intenté girar la llave… y giró. Mi llave abrió la puerta sin problema, ya solo tenía que empujarla… pero… pero no pude… Lento regresé el giro, como esperando que nadie de adentro escuchase. Una vez asegurada, saqué la llave y me alejé unos pasos.
Aún es de noche. No sé cuántas horas habrán pasado ya. Según yo han de ser meses. Me dedico a caminar por estas calles sin vida, por este sitio sin luna, contemplando estos faroles adormitados.
De vez en vez regreso a mi casa, veo la puerta de metal y me acerco decidido a abrirla, pero no logro empujarla. Me aterra lo que pueda haber dentro. Me gana el miedo, así que retiro la llave y sigo caminando.
¡Tengo frío!
He pensado que quizá deba deshacerme de esta llave, aventarla lejos pero… ¿Y si nunca más logro encontrar mi puerta?
Deja una respuesta