Aquel fue un día muy traqueteado. Una pesada jornada de trabajo que incluyó el mal humor del jefe, porque pareciera que estar de malas es requisito para cualquier jefatura, largas e improductivas reuniones y el café derramado en mi camisa blanca, que no hacía por disimular mi desatino.
Cansado y malhumorado —que supongo era la meta de mi jefe— aventé algunas cosas dentro de mi maletín y salí a toda prisa de la oficina sin despedirme de nadie.
Las cuadras hasta la parada son muchas, en especial si se lleva el rostro agachado para evitar cualquier mirada, cualquier sonrisa y cualquier gesto que haga sospechar al desconocido transeúnte que uno aún carga con algo de humanidad.
Al fondo y sin que levantase sospecha, se dejó escuchar un trueno que nos hacía saber que en nada empezaría a llover.
¡Maldita mi suerte!
La lluvia acompaña bien a la felicidad y a la tristeza, pero no al enojo, porque enoja más. Se siente como si la vida misma se riera de uno.
A los pocos minutos caía agua y decaía mi energía.
Mantuve el paso presuroso, pero sin afán por llegar pronto a un destino que no me apetecía. Un solitario apartamento de un octavo piso con vista a una bella plaza que cada vez parecía más triste, porque la tristeza que se ve en las cosas parte de la mirada de uno, y una cena insípida, porque la sazón de la comida radica en el estado de ánimo con el que se le consume.
La lluvia seguía golpeando, el paso seguía presuroso, la tarde seguía sin gracia y el mañana… No, no pensaba en el mañana, no pensaba en el después, no pensaba en nada o más bien, no quería pensar en nada. Bajé de la acera para cruzar la calle, no volteé, no era consciente de mi andar, solo caminé con la vista hacia abajo, sin prestar atención, sin voltear a ver y en eso un ¡Boom! me trajo de regreso a la realidad.
Me di de lleno contra ella a media calle. Nos chocamos con fuerza, con brusquedad. Nos rodeó el sonido de frenos, de llantas aferrándose al pavimento, de bocinas alertando, como queriendo evitar la tragedia.
Seguro ella también vendría con la mirada hacia abajo y no me vio. ¿Estaría huyendo? ¿Iría cansada? ¿Habría tenido un día tan malo como el mío? ¿Tampoco anhelaría llegar a su destino? ¿Por qué no se fijó?
Quedamos los dos sentados en mitad de la calle, en una escena graciosa y en extremo vergonzosa.
Alguno de los conductores de auto se bajaron a ver si estábamos bien, si nos habían hecho daño o, de paso, para saber por qué fuimos tan idiotas de cruzar la calle con tal despiste.
Ella me miraba aturdida, más bien asustada.
—¿Estás bien? —le pregunté.
—Usted… —me contestó aún asustada.
—Dime ¿Estás bien? ¿Te pasó algo?
—Usted… —dijo como siendo consciente de la situación y del absurdo que estábamos haciendo.
La ayudé a ponerse de pie, parecía no tener nada.
—¿Todo bien? —insistí, mientras aún la tenía tomada de las manos.
—¡Usted! —dijo lento, sonrojándose, como si me hubiese visto distinto, como si se hubiese dado cuenta de improviso yo le gustaba.
Se le formó una sonrisa pícara, acaso nerviosa. Soltó mis manos y salió corriendo por donde había venido, como quien hubiese sido hallado en alguna falta.
Quise seguirla, pero… aún no sé por qué no lo hice. Me disculpé con los conductores, que ya estaba muy de malas, y de nuevo encaminé hacia la parada.
Desde entonces mis días no han sido los mismos, son mejores. Me ilusiona volver a ver su rostro y aquellos ojos, aquellos bellos ojos. Salgo con frecuencia a los alrededores de la parada a buscarla, a tratar de forzar una historia entre los dos.
De eso ya hace varias semanas. Creo que empiezo a olvidar su rostro, su vestir, su andar. Incluso estoy perdiendo la imagen de su sonrisa y quizá ya no logre reconocerla. La imagen es cada vez más difusa.
A no ser que vuelva a escuchar su voz y esa palabra que me regaló: «Usted». Eso no lo podré olvidar nunca.
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