Adalberto

En punto de las 10:30 de la noche se puso de pie y fue hacia el closet de su habitación a sacar aquella misma gruesa y raída chaqueta, que le había acompañado en la misma fecha, por los últimos veintidós años. Su esposa, tras verle levantar, se recostó en el marco de la puerta de la habitación, esperándole para despedirse con la misma pregunta de siempre: un suave y resignado “¿Tienes que ir?”, a lo que él siempre respondía que no tenía opción y que la vería al día siguiente.

Aquella noche siempre fue fría. No recordaba una sola ocasión en que no tuviera que salir de casa con las manos en la chaqueta y exhalando el curioso vapor con el que los niños juegan a fumar.

Su destino era la Cafetería Dóminic, que atendía las veinticuatro horas del día. Sitio al que visitaba una sola vez al año y cuya dueña ya le esperaba, porque veintidós años haciendo lo mismo deja huella por todo el recorrido. Margaret, la dueña, le esperaba con un pedazo de pastel de manzana y una taza grande de café, bien caliente.

—Siempre temo que no regreses— Le saludó Margaret.

—Siempre temo regresar— Contestó Adalberto, honrando el chiste que les unía desde hace años.

Ambos sonrieron y luego guardaron silencio, como siempre.

Pasada media hora, Adalberto pagó la cuenta y salió de la cafetería, para tomar rumbo al noreste. Tenía enfrente una caminata de once cuadras y la pesada carga de tener que enfrentar su realidad una vez más.

Hace veintidós años, Adalberto la pasaba muy mal. No tenía empleo, sus ahorros se habían agotado y vivía de préstamos y deudas. Disgustado con su madre y abandonado desde chico por su padre, no tenía acceso al confort de aquellos que están para velar por uno, y sus hermanos hacía rato que habían partido hacia sus propias vidas. Los amigos no estaban, porque escogió los divertidos y no los leales. Lo echaron de su apartamento. Con hambre y una bolsa con un poco de ropa, dos cuadernos, un viejo reloj de mesa y un lapicero, caminó. Caminó con el paso lento que se anda cuando no hay destino, cuando nadie espera, cuando todo obscurece. Caminó hasta entrada la noche, esa misma que abrazó su cansancio y su vergüenza. La vergüenza del fracaso, la vergüenza de la soledad, la vergüenza que acusa cuando se es un desperdicio de ser humano.

A eso de las once de la noche se topó de frente con una vieja casa, vestida de abandono. Con disimulo se cercioró de que estuviera deshabitada y entró por una ventana que no tenía vidrio. Ya dentro agradeció por la poca defensa que le daba contra el viento que jugaba por la calle, porque algo es algo. Entró a una de las habitaciones, la que le pareció más alejada de la civilización y se sentó a llorar y a sentir pena por él con libertad, porque es la única forma en que ha de sentirse pena por uno mismo.

Aún con lágrimas en su rostro sacó uno de sus cuadernos y el lapicero, y comenzó a escribir. Puso hasta arriba de la página: “Capitulo I” y utilizó la misma para describir cómo se sentía y por qué estaba ahí. Escribió de su desdicha y de la gente que, con justa razón, le había abandonado. Escribió de la cantidad de alcohol que había estado ingiriendo y de su irresponsabilidad laboral. También escribió de Nancy, de lo mucho que lo había aguantado y de lo malo que había sido con ella. Le pedía perdón, si acaso un perdón no dado al ofendido cuenta como tal.

Al final del texto escribió de su sueño más grande y dejó constancia del compromiso de volver a aquel sitio, todos los años, en la misma fecha, mientras su sueño no se hubiese cumplido.

Sacó de la bolsa el reloj de mesa, lo puso en el piso y se acostó viéndole, porque aquel era el único objeto que le resultaba familiar, no solo en aquel sitio, sino en aquella circunstancia. Contempló el avanzar del tiempo, hasta que quedó dormido.

Al siguiente año regresó. Para entonces ya trabajaba de oficinista en una pequeña imprenta. También lo hizo al siguiente, cuando le habían ascendido y conoció a Leila, su actual esposa.

Siguió todos los años sin faltar ni una vez a su compromiso y todas aquellas noches escribía un nuevo capítulo en su cuaderno, donde contaba de sus logros y sus conflictos.

Adalberto se casó con Nancy y hoy tienen tres hijos, una bella mujer y dos muchachos a quienes se les augura un buen porvenir. Ya no trabaja para nadie, se abrió camino en el mundo laboral, hasta fundar su propia editorial, misma que empezó como una pequeña imprenta. Ahora publica libros literarios y el negocio va en popa.

Se mudaron a su actual casa, que no es pequeña, más que por conveniencia, porque quedaba cerca de la casa abandonada, de la cual no quería alejarse.

Se diría que Adalberto tocó fondo para salir de ahí con fuerza y alcanzar una vida que muchos podrían envidiar, que lo suyo era un ejemplo de cómo con valentía y decisión todos pueden sobreponerse a cualquier circunstancia negativa, pero Adalberto sigue regresando a la casa abandonada. Regresa con el mismo cuaderno y el mismo reloj. Lo único que se permite distinto es la chaqueta, a la que tiene por recordatorio de que todo está mejor, de que él está mejor y de que las circunstancias son otras. Sin embargo, cuando entra en la habitación, llora, llora como lo hizo antes, llora con libertad, llora sintiendo pena por sí mismo.

No llora por que no a alcanzado aquel sueño que ha sido el dueño de sus anhelos. Llora porque sabe que el tiempo se le ha ido y ya no tendrá oportunidad de alcanzarlo.

Llora porque a pesar de todo, la vida le sabe a fracaso, y porque sabe que tendrá que regresar todos los años a pasar frío dentro de aquellas paredes.

Toma una nueva página y pone hasta arriba: «Capitulo XXII» y luego de escribir el texto. Cierra el capitulo con una frase y una pregunta:

«Tampoco este año lo he conseguido ¿En cuántos años caduca un sueño?»

Saca el reloj e intenta dormir… mientras cruel, el tiempo, avanza frente a sus narices.

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