Muchas veces voy a mi pasado en busca de alguna anécdota que me parezca digna de ser contada o que aporte algo sobre algún tema que estoy tratando. Mi idea es que la experiencia y el ejemplo son mejores herramientas para machacar un punto que la pura narrativa, al menos cuando no se sabe hacer buen uso de esta.
En tales ocasiones me veo a mí mismo sacando recuerdos de una gaveta en donde están, bastante en desorden, mis recuerdos. Los voy sacando en sus carpetas, uno por uno, a la voz de: “De esto ya hablé, de esto también, esto no tiene sentido, esto quizá me sirva en otro momento, esto es un absurdo, de esto no hablaré nunca jamás… “, y así, hasta que, si tengo suerte, doy con algo y comienzo a darle forma a lo que quiero contar y transmitir, cosa que, he de confesar, no pasa seguido.
Lo que sí pasa siempre, cuando estoy en esas, es que me encuentro con la misma carpeta que data de 1985 y que tiene como protagonista a Daniel.
En mis idas y venidas por distintos colegios, me tocó en suerte regresar, para cuarto primaria, al Colegio Jerusalem. Tenía ocho años, porque antes pasaba que lo adelantaban a uno de grado, lo que hizo que siempre fuera, al menos en edad, el más chico de la clase.
Lejos de solo tres o cuatro anécdotas que tengo presente de aquel año, lo que fue una constante durante todo el ciclo escolar fue Daniel, a quien prácticamente nunca le dirigí la palabra.
¡Era un monstruo de unos 16 años!
O al menos yo lo veía así.
En realidad era grande. Estimo que iba atrasado algunos años, o sea que quizá tendría 12, pero a aquella edad, lo sabemos todos, una diferencia de 4 cuenta como de 8.
Toda vez que le vi interactuar, lo hizo conmigo y era para molestarme. Se sentaba detrás de mi escritorio y cuando el maestro no miraba se ponía a patearlo, tan fuerte que mis cosas se caían o mis cuadernos terminaban llenos de rayas. Pasaba a la par mía y me tiraba las cosas. Me intimidaba ofreciéndome golpes si me cruzaba con él a la hora de recreo. En ocasiones me pedía que le compartiera de mi refacción, y nunca me pareció una buena idea decirle que no. Me pasaba empujando con el hombro —aunque por alturas nuestros hombros nunca llegaron a encontrarse—. En resumen, hizo cuanto se le ocurrió para incomodarme.
No me malentiendan. No fue un tiempo malo, aunque no recuerdo a un solo amigo de ese año en particular, como sí recuerdo al menos a alguien de los otros, insisto, porque cambiaba colegio muy seguido. Tampoco me daba miedo ir a estudiar y nunca me quedé en casa por culpa de Daniel.
Para los exámenes finales se mezclaban los alumnos en las distintas clases, cosa que no quedara alguien del mismo grado a la par para poder copiar las respuestas, y como no éramos muchos, algunas clases quedaban vacías.
Iba pasando por un aula cuando apareció Daniel. Estábamos solos, yo porque tenía la costumbre de terminar rápido los exámenes y él, asumo, porque no tendría mucho que contestar. Él no era un derroche de virtudes intelectuales.
Supongo que, siendo que pronto quizá dejaríamos de vernos —aquel era el penúltimo día de clases—, tenía que aprovechar.
Me empezó a dar empujones en el pecho, por lo que yo iba hacia atrás diciéndole que me dejara en paz, a lo que contestaba con lo único que uno aprende a decir cuando se es chico y se está en una pelea: ¡Y qué? ¡Y qué?
Cuando estuvimos dentro supuse que aquella sería la ocasión en donde finalmente me molería a golpes, y ya por gallardía o por supervivencia, solté el primer golpe.
—¡Me pegaste! ¡Me diste duro! ¡Y en la cara! —gritaba.
El golpe aterrizó de lleno sobre su mejilla izquierda. No lo tumbé porque mi fuerza no daba para tanto, pero fue, sin duda, y lo digo con orgullo, un buen puñetazo.
Y muy a mi pesar, lo que me ganó fue la risa.
Terminé en el suelo, creo que porque me empujó. El salón, como dije, estaba vacío. Y ahí arremetió contra mí. Me soltaba patadas, muchas y con mucha fuerza, pero a los doce años la maldad quizá no está del todo desarrollada y no procuró golpearme en el rostro. Me intentaba dar en el torso, pero mi defensa era girar y girar y solo atinaba a darme en las piernas.
Siguió pateando hasta que se cansó. Yo estaba exhausto… pero de reír. Quizá la risa hizo que sus patadas no me dolieran.
Cuando quedó sin fuerza se tomó la mejilla y salió del salón sin decir nada.
Me puse de pie y volví a lo mío, porque así era Daniel, luego de molestar no lo volvías a ver en el resto de la jornada y porque eso de ir a dar la queja nunca se me dio bien.
Al día siguiente hice mis últimos exámenes.
Daniel se acercó y me dijo:
—Sí me pegaste duro, vos — y más nada. Supongo que mostrar valor y el no quejarme hizo que ganara algo de respeto a sus ojos.
No recuerdo haberme despedido de nadie por ser la última vez que les vería. Subí al auto en el que llegaron a traerme y aquello dio fin a mi historia en el Jerusalem.
Sospecho que en lo vivido con él hay alguna lección, algo qué contar, un ejemplo que podría aportar a algún tema, pero llevo años pensándolo y sigo sin verlo.
Quizá ahora estoy miope y más adelante me sirva para algo.
Por ahora solo recuerdo lo vivido y pienso que así es como uno habría de afrontar la vida. A las risas, mientras ésta te golpea tan fuerte como puede, sin ninguna intención de noquearte. Y que quizá con suerte uno logre ganar algo de respeto ante ella.
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