Eventualmente alguien se acerca y me pregunta que cuándo decidí hacerme escritor, y entonces hago lo que casi todos hacemos cuando nos preguntan algo importante: invento la respuesta en el momento, intentando que suene como que es algo que tengo claro.

Así que hoy decidí hacerme la pregunta a mí mismo, para ver qué inventaba, y respondí que aún no lo he decidido.

Escribir, escribe cualquiera. Escribir bien, muy pocos. Preocuparse por escribir bien, quien es inteligente.

Si ya hubiese decidido, tendría que ser uno de esos, pero quiero creer que no soy un cualquiera, sé que no escribo bien y, aunque me preocupo por mejorar, inteligente no soy.

Pasa con otras carreras que, decides, estudias o te preparas y ejerces. Nadie le puede decir a un arquitecto que tiene su título que no es arquitecto, ni a un carpintero que hace muebles que aún no es carpintero.

En cambio, cuando escribes te ataca la duda, pasas mucho tiempo pensando si eres o no eres escritor, si tienes o no la capacidad. Y tienes que esperar a que otros te digan si en realidad calificas para el título —a la sazón, editoriales o concursos—, para convencerte, o no, de que tenías razón al insistir.

Ha de ser que los escritores tenemos un extraño gusto por los altibajos emocionales y tenemos que estar peleando, no contra los propios demonios de los que tanto hablan —yo al menos a la fecha no me conozco ninguno, y sospecho que solo existen en algún tipo de mitología que me es ajena— sino contra un ficticio que nos impulsa a expeler palabras con la ilusión de que transmitan algo, o, como en el caso de este texto, con el total convencimiento que nada bueno se está aportando.

Pero gusta. Gusta como el dolor que da placer, como la incomodidad en carretera por llegar al sitio anhelado, como el frío que lastima lo justo para que uno pueda sentirse vivo, como gusta el dolor que causa la palabra que critica lo que uno escribió.

Cuando me vuelvan a preguntar que cuándo decidí hacerme escritor, seguro inventaré otra respuesta, pero el de hoy ha sido un buen ejercicio.

Me ha quedado claro que soy capaz de darme las respuestas más absurdas a mí mismo.

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